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La historia de Greis

Por Tatiana Hinojosa

Traducido por Amanda Kauffman

DESTINOS DE LA FE

Greis rezaba en las noches mientras la colección de porcelana que adornaba su repisa de madera miraba los pasos de su familia, la parsimonia del tiempo ayudó a crear la mala costumbre de pelearse por todo y terminó por ahuyentar a sus padres.

En ese momento, ella escuchó en medio de la oscuridad su ira porque no podían soportar la vida juntos. A veces el olor a licor cerraba toda posibilidad de arreglo, todo buen augurio moría con la cordura y con los lazos del amor y la sangre.

Al día siguiente, su horizonte cambiaría. Tan pronto como se ponía el sol, jugaba con su madre, hermanos, tías y primos en toda la extensión de su barrio. Su risa era prodigiosa, los niños interactuaban con adolescentes y adultos siguiendo las pautas del respeto y la cordialidad. Entonces los domingos alegrarían sus vidas, cuando pasearían por el río y se dejarían atraer por la danza mágica de sus aguas, nadar e inventar relatos sentados en las piedras.

Ella y sus hermanos subieron a las ramas de los guayabos, la fuerte brisa los llevó por los puertos de su imaginación, viajaron por los océanos de sus recuerdos y, en otras ocasiones, por planetas desconocidos, habitados por tantos guerreros de películas concebidas con quienes lucharon incansablemente hasta el final de la tarde.

Se durmieron para soñar con un mundo de oportunidades, para que la música de los juglares del vallenato penetrara con ímpetu los sueños de su madre para invitarla a bailar y despertar en otras ilusiones, donde la mirada de otro la buscaba y la llevaba a los lugares donde ella echó raíces y se fue olvidando a su familia.

Los tres hermanos crecieron como las luces, a quienes les pedían deseos noche tras noche, se erguían en el cielo.

Greis amaba a su padre que se ganaba la vida en las Palmeras de la Costa extrayendo aceite vegetal. Fue un hombre de nobles sentimientos que entregó a sus hijos el mismo amor que él había recibido, ese que se queda en el corazón pero no lo manifiesta con besos y abrazos.

Un día sintió que la angustia se apoderaba de ella, fue a la escuela y al volver a casa escuchó a los perros cantar una onomatopeya que marcó su existencia para siempre. Vio desde el amplio callejón que conducía a su casa como su padre salía de la casa para no volver. Le costó entender ese adiós, sintió algo de culpa en su inocencia y le prometió a Dios que sería una mejor persona.

Todo cambió en un momento, y otro hombre tomó el lugar de su padre, pero la vida siguió. Aún así, era posible tener sueños y esperanzas, quería estudiar medicina para ayudar a los enfermos y salvar vidas. Limpiaba su cuarto cuando volvía de la escuela a ritmo de mapalé, cumbia y torbellino, se liberaba de la pena y el sufrimiento que se apartaba de ella. Se arregló el cabello para visitar, con sus hermanos, a su abuelo materno.

Era una costumbre diaria, por lo que su madre se quedaba en el patio a conversar con sus dos hermanas, y los nietos se turnaban para pasear en bicicleta durante horas. Se les veía en la comunidad, intercambiando lugares en ese arcaico medio de transporte, uno pedaleando, otro dirigiendo el manubrio, para que el tercero, sentado en el tubo metálico, explorara las miradas de quienes los veían deambular alegremente.

El inicio de otra etapa familiar se planteó sin el control de un adulto responsable. Había ambientes irritables donde los niños quedaban a la deriva de las obligaciones maternas. Por eso, su padre decidió ayudarlas y las llevó al hogar que había montado con otra mujer. Era la acción que dictaba su corazón: ¡tenía que hacerlo!

En ese momento, cualquier comportamiento fuera de lo común daba de qué hablar a los lugareños, muchos murmuraban sobre las alucinaciones de su mamá y no entendían los detalles que corrían el velo de un mal que surgía de algún lugar para castigar las faltas de los hombres.

Las creencias erróneas se apoderaron de la mente colectiva de su comunidad y tal vez causaron daño a la familia de Greis en ese momento. A veces no entendía los cambios que poco a poco se iban produciendo en esta mujer sencilla que otrora irradiaba el ánimo y la alegría de la dama que representaba la costa del Magdalena.

Hubo días en que se la vio caminar de un lado a otro con cierta dificultad, sosteniendo en brazos a su hija recién nacida convertida en un martirio permanente, su cuerpo temblando sin querer. La expresión desinteresada presagiaba lo inevitable.

La preocupación de los niños, hermanas y demás familiares los llevó a buscar ayuda con los médicos de la zona, sin embargo, fue una tarea que tomó tiempo debido a las condiciones del sistema de salud. Lo que parecía ser una enfermedad rara los llevó a diferentes clínicas y hospitales de la región hasta que un prestigioso médico le diagnosticó la enfermedad de Huntington.

Para ellos era importante la comprensión y la unidad familiar, quizás la única salida que tenían a su alcance, pero la vida continuaba con su ritmo cotidiano, cruzadas que sus hijos no podían postergar, cada uno iba forjando un destino según la influencia de su capacidad. Dios no los abandonó. Greis siguió orando y recibió consoladoras bendiciones, además de la ayuda de su tía, quien se convirtió junto a ella en el ángel que cuidó de su madre, por lo que pudo viajar a la ciudad y convertirse en ingeniera, aunque inicialmente quería convertirse en un profesional de la medicina. Su madre sucumbió a la enfermedad.

Cuatro días después de haber sido enterrada, las lágrimas no cesaron. Greis recordó cada momento vivido a su lado, y concibió pensamientos que abrieron tristes cortinas en el tiempo. Su madre no había sido feliz, y ella lo sabía. Aunque deseaba haber hecho más por ella, era una niña que empezó a tener obligaciones en el momento de una enfermedad que se agudizó ante su tristeza. Aunque fue aceptada por la gente en su natal Algarrobo, se dio cuenta de que su madre se mortificaba con todos los que se atrevían a mirarla. Pero tampoco había nada en el mundo que la obligara a quedarse en casa, así que escapó a la calle antes de que sus hijos se dieran cuenta, y una nueva conducta despertó en todos los paisanos la compasión. Le ofrecieron remedios tradicionales preparados por parteras que vivían a la entrada del pueblo que la agotaron. Además de todo eso, convencer a su madre de regresar a casa fue un evento interminable.

"¡Mamá mamá!" sus hermanitas gritaron en un tono sacudido por el miedo, en esa habitación donde se había arraigado una fría pena que no podían comprender. Greis agarró una muñeca con la que jugaban las niñas y les contó una historia que describía la historia de la enfermedad.

“Solo me imaginé una historia que van a escuchar con mucha atención”, fue encantador compartir un momento con ellos. “Nuestra madre solía ser tan feliz como esta muñeca, vivía en este lugar como cualquier otra dama, tenía un cabello hermoso, lo más negro del negro y una sonrisa que inspiraba confianza – apenas puedo verla – abriendo los brazos como una niña emocionada cuando sonaba una canción de Iván Villazón. Cuidaba de nuestro bienestar y cumplía con sus deberes de esposa. Por supuesto, nadie esperaba que se enfermara... Ya sabes... Son las cosas de la vida. Además”- continuó Greis con su relato, mientras acariciaba el cabello de la muñeca- “hay muchas enfermedades, algunas son menos dolorosas, algunas son breves, las hay duraderas también, algunas están en pensamientos;” luego miró a las hermanas con mucho cariño y besó suavemente sus frentes, para que entendieran que todo estaría bien.

Salió de la habitación con la mirada nublada, y se encontró en la sala con un grupo de personas esperándola, allí estaba su amada tía rodeada de quienes ofrecían una mano a la familia sin esperar nada a cambio en este difícil momento. En lo personal, Greis había pasado por cambios radicales y sabía que todos los que estaban con ella también habían humanizado su ser y estaban dispuestos a liderar programas que ayudaran a afrontar esos momentos inesperados.

TATIANA HINOJOSA

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